Diariamente debemos autoevaluar nuestra vida espiritual, especialmente reconocer en que debemos mejorar ¿y por qué no, acercarnos al sacramento de la confesión? Pues la mayor parte de nuestro tiempo somos capaces de ocultar nuestras faltas, y de esconder unos pecados en particular: los pecados de pensamiento, palabra y omisión. Si bien somos carne, huesos y sangre nuestra capacidad de pecar no se suscribe exclusivamente a aquello que logramos materializar.
Nuestro Señor Jesucristo nos advierte: “La lámpara de tu cuerpo son los ojos; si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo estará iluminado; pero si están enfermos, todo tu cuerpo estará oscuro. Y si la luz que hay en ti está apagada, ¡cuánta será la oscuridad!” Mateo 6,22 y 23. Su palabra nos recuerda que debemos cuidarnos y no mirar con envidias, con odios, con segundas intenciones o con lujuria, por mencionar algunos ejemplos.
Usualmente, olvidamos que existe una realidad espiritual, un plano que no podemos ver, —en la carta a Colosenses, San Pablo habla un poco de esa realidad invisible—; ciertamente, es una realidad en la que repercute nuestro pecado, es por esa realidad invisible que el Evangelio nos habla de un cuerpo iluminado o de un cuerpo lleno de oscuridad. Por esto es importante que no ignoremos lo que viene de nuestro pensamiento o lo que dice nuestra lengua.
“Pero lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que mancha al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, blasfemias. Eso es lo que mancha al hombre; […]” Mateo 15,18-20 nos reafirma que no sólo somos carne.
El Catecismo nos enseña, en el numeral 1030: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.”
Justamente, de eso se trata el mantener la vigilancia sobre nuestras acciones u omisiones, o sobre nuestra mente y sobre nuestra palabra, pues las manchas del pecado impiden la purificación del alma. ¿Por qué es necesario que ocurra la purificación? Porque Dios es misericordioso y perdona nuestros pecados, pero el pecado deja huellas, y al Reino de Dios no entrará nada que sea impuro.
“En ella no entrará nada impuro ni quien comete abominación o mentira, sino únicamente quienes han sido inscritos en el libro de la vida del cordero.” Apocalipsis 21,27.
En la parábola del gran banquete, en Mateo 22,1-14, Jesús explica que el Reino de Dios fue dispuesto para que todos pudiesemos entrar, pero aquel que no está vestido adecuadamente es expulsado a las tinieblas exteriores, reafirmando la urgencia de arrepentirnos y lavar nuestras vestiduras para ser escogidos.
“Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer con mal deseo ya ha cometido con ella adulterio en su corazón.” Mateo 5,28. Jesús nos enseña cuán importante es practicar la ley desde nuestro corazón para alcanzar la salvación, porque se trata de no caer en excusas y consentir pensamientos de adulterio, o consentir pensamientos de alegría por los males que caen sobre nuestros enemigos.
Así también dejemos de lanzar maldiciones, o levantar falsos testimonios o intentar impresionar con mentiras, pues todo esto nos hace daño, aunque no lo aparente a simple vista. Intentemos ver con los ojos que miran los niños, tal y como nos enseñó Nuestro Señor en Mateo 18,3 “Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis al Reino de Dios.”
Procuremos recordar estas palabras del libro de Mateo 5,8 “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.”
(Traducción: Nuestra Sagrada Biblia)