Grande es la misericordia de Dios, quizá podría decirse que es incomprensible para nosotros, quienes no somos capaces de perdonar a quienes nos ofenden y actuamos como el hombre de la parábola del siervo despiadado: Pedro se acercó y le dijo: “Señor, ¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?” Jesús le dijo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Mateo 18,21-22.
“El reino de Dios es semejante a un rey que quiso arreglar sus cuentas con sus empleados. Al comenzar a tomarlas, le fue presentado uno que le debía millones. No teniendo con que pagar, el señor mandó que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que le fuera pagada la deuda”. Mateo 18,23-25.
“El empleado se echó a sus pies y le suplicó: Dame un plazo y te lo pagaré todo. El señor se compadeció de él, lo soltó y le perdonó la deuda”. Mateo 18,26-27. En los versículos siguientes encontramos que este sirviente no fue capaz de perdonar la deuda de un amigo.
Nuestro Señor Jesús nos enseña, a través de la pregunta formulada por Pedro, que todos nosotros somos deudores: le debemos a Dios, Nuestro Creador. Tal y como lo dice el evangelio, le debemos millones. Le debemos la vida, la salud, y todas las gracias que provienen de su Espíritu Santo, y la ayuda que nos dan la familia y las amistades que nos rodean.
Las deudas principales a las que se refiere esta lectura son nuestros pecados. Aunque probablemente desconocemos el tamaño de nuestros pecados y el tamaño de nuestras deudas, el libro de San Mateo nos recuerda que la misericordia de Dios es suficientemente grande para perdonar deudas altísimas. Nos recuerda que no es correcto decir: “esto no tiene perdón de Dios”.
Jesús nos dice que el empleado se echó a los pies del rey y suplicó, pero antes de llegar a esto la parábola indica que otros empleados fueron quienes le presentaron al rey las deudas de este empleado. Es un punto a observar: fueron otros quienes vieron la deuda que tenía el empleado; es común que una persona no descubra sus propias deudas, sino que otros sean quienes se lo hagan notar.
Un buen ejercicio para el cristiano es pedir que el Espíritu Santo nos muestre en qué estamos fallando, y así reconocer nuestras deudas antes de que llegue el día de ajustar cuentas con el rey. De esa manera podemos ir ante Dios y acercarnos al Sacramento de la Confesión con verdadero arrepentimiento, y en ese momento echarnos a los pies del Señor y encontrar el perdón de nuestros pecados.
Jesucristo nos da una instrucción: seamos misericordiosos, así como Nuestro Señor es misericordioso. La misericordia de Dios es incalculable, pero San Pablo nos recuerda que el amor de Nuestro Creador es equivalente al sacrificio, no tiene reservas y decide entregarse en la cruz, en Efesios 1,7 “Él nos ha obtenido con su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia”.
No cabe subestimar el amor y la misericordia de Dios, ese padre que sale al encuentro de su hijo perdido. Debemos dejarnos abrazar por Su misericordia, distinguirla en cada Santa Misa, pues diariamente nuestros sacerdotes celebran el amor de Dios a su pueblo y la entrega voluntaria de Jesús por nuestra salvación.
“Señor, tú que eres bueno y que perdonas, lleno de piedad para los que te invocan”. Salmos 86,5.
(Traducción: Nuestra Sagrada Biblia)